Por: Valentín Medrano Peña
.- El niño venido a adulto sentía la necesidad de aprender y cumplir con las exigencias sociales, con las expectativas de sus padres y con la finalidad de hacer cesar sus miedos.
Su madre le sembró la bondad y su padre la obligación de ser algo mejor que lo que el mismo padre era: -“Supérame”-, solía decirle. Hermano de siete y amigo de cientos, criado en un entorno barrial en el epicentro de la cultura del ‘Tránquenlo’ de la que fueron víctimas sus amigos y hasta los victimarios de estos.
La democracia en su país era un aspiracional que tuvo inicio apenas veintitantos años atrás, un imberbe en términos de desarrollo de una democracia que siempre contará con atentados que procuren la instauración de su antítesis, la tiranía.
Diariamente descendía de su ocupación en el edificio de la Lotería Nacional en la zona denominada La Feria de la capital dominicana hacia el Palacio de Justicia que ocupa un vetusto edificio detrás del Congreso Nacional a observar las audiencias porque en él prendió el deseo de hacerse abogado.
Quería defender a los que conoció siendo clientes abusados e inocentes del sistema de justicia, de quienes conoció sufrires y afectaciones en colectivo, de ellos, la parte de la sociedad que le correspondería luego asistir y de sus familiares en el barrio en común, cuyo padecer le hizo aprender que no hay condena particular y que en cada una de ellas familias completas padecen el rigor de la condena pronunciada a solo uno de sus miembros.
Fue testigo de la fabricación de pruebas y construcción de imputados, del discurso que construía circunstancias y narrativas creadas en torno a aquellos, mismas que endiosaban a sus acusadores y despotricaban de los nuevos delincuentes sin hechos.
Solo contaba con una hora, la de almuerzo para disfrutar su nueva pasión, las audiencias penales, y debido a ello se perdía de lo mejor del teatro judicial, porque los jueces y fiscales también almuerzan.
Algo tenía que hacer, tenía que tener más tiempo para aprender, de lo contrario fracasaría en su intento de hacerse litigante. Observó que entre los componentes del plenario había uno que tenía libertad de ver, de hacer y degustar los acontecimientos jurídicos, era el alguacil, y abordó al de estrados de la sala de la corte para que le dijera como logró estar en ese sillón privilegiado del campo de batalla. Muy orondo este mostró una copia roída de su decreto firmado por el mismísimo presidente Dr. Joaquin Balaguer y le hizo partícipe de las puertas tocadas y diligencias hechas en pos de tal logro. Ufff, el Presidente? Se dijo, el tema no sería pacifico ni fácil.
Cursó sus pasos hacia la secretaria de audiencias, los jueces aún estaban en hora de almuerzo, y esta, una enjuta mujer, pequeña y rechoncha, con lentes del grueso de fondos de botellas, aún permanecía amontonándo unos folders cargados de papeles en su escritorio. Se le presentó y cuestionó acerca de quienes componían los jueces supremos de la República. Uno de los nombres salidos de la boca de la secretaría le hizo más eco y se movió saliendo de la sala, recorriendo un pasillo en L hacia la secretaria del tribunal y allí preguntó por el juez Frank Jimenez, quien por coincidencia se encontraba próximo a la secretaría y escuchaba los requerimientos del flacucho jovencito que pedía verle para un asunto personal.
El juez inquirió respecto de las razones personales que le hacían procurarle y le invitó cortésmente a su despacho donde el joven le dijo: “Soy Rodolfo Valentin Santos, pronto me matricularé en la escuela de derecho y quiero aprender. Hay un lugar que sirve a esos fines, y quiero que usted me recomiende , quiero ser ser alguacil”.
El juez miró con tiernos ojos al atrevido muchacho y le preguntó : “¿Quieres ser alguacil en cualquier parte del país?” A lo que el joven Rodolfo Valentin respondió, -“Si me envían lejos de la capital me será imposible cumplir con mis deseos de aprender de los mejores”.
El juez juez sonreía internamente sin que ello se expresara en su exterior, tomó un papel de entre algunos que tenía en una gaveta central de su escritorio y que estaba timbrado con su nombre.
Escribió manuscrita una carta al presidente de la República recomendando al joven para que jurara como alguacil, para lo cual le pidió a éste que yacía en posición de pie y firme frente al escritorio y justo delante de unos estantes que contenían códigos y leyes, “Dame tu nombre y tu cédula”. Lo que el largucho joven respondió al instante. La letra del magistrado era cursiva y perfecta.
El joven Rodolfo Valentín pensó por un segundo en la cantidad de caligrafías que había que llenar para lograr esa perfección caligráfica. Abandonó ese pensamiento rápido cuando el juez comenzó a toser fuertemente antes de retirar el bolígrafo del papel con lo que se corrió un poco la tinta de la última letra “a” que escribió.
El juez retiró el lapicero rápido dejándolo al lado del papel sobre el escritorio y llevándola a su boca en forma de embudo circular para darse la libertad de toser más profusamente, así lo hizo y luego limpió su boca con un pañuelo que retiró con su otra mano de forma automática del bolsillo superior derecho de la chaqueta que usaba. Ya repuesto terminó la carta y la entregó al muchacho que agradecido abandonó el lugar hilvanando sueños.
No transcurrió mucho más de una semana cuando fue informado que debía pasar por la oficina de la procuraduría para jurar como alguacil, ahí leyó con asombro y júbilo el decreto presidencial firmado por el Dr. Joaquín Balaguer, presidente dominicano. A partir de ello y durante unos años, Rodolfo Valentín Santos ocupó el puesto de alguacil que le sirviera de escuela de litigación penal.
La vida tiene sus encantos, una magia indescriptible y acientífica de retahíla situacional con absoluto azar que se unen y hacen abonar en la fe. Años después de ser receptor del decreto de Balaguer tocó a este, un ya ágil y joven alguacil, producir una histórica y única notificación al líder reformista y presidente Dr. Joaquín Balaguer para acudir al llamado de la justicia dominicana que dirigió a su antojo por varias décadas, acto que constituyó un escandaloso acontecimiento y que tuvo desenlaces dignos de abordajes y análisis.
Rodolfo Valentín por su parte siguió esculpiendo su historia, escribiéndola de a poco, con altibajos, pintada de sacrificios y sufrires. Se invistió de abogado, fue propuesto para abogado de oficio, defensor público luego y logró el voto necesario para ocupar la presidencia de ese órgano constitucional.
Un día de diciembre 2022, en hora del mediodía, rodeado de colaboradores y periodistas convocados a un almuerzo, un ya adulto, consciente, maduro y comprometido abogado y psicólogo, perdón, omití decir que luego abrazo la psicología y se invistió profesionalmente de ella. Rodolfo Valentín fue invitado a decir unas palabras por un el archiconocido y admirado moderador, Manuel Meccariello, de una larga data en la televisión del país.
Al acudir al podio y tomar el micrófono, luego de que se sofocaron los aplausos, este abandonó el discurso escrito, respiró muy profundo varías bocanadas de aire, pues le asaltó aquella misma idea que le prendió el ánimo de cursar el pasillo hacia las oficinas del magistrado por conocer.
En su mente el compromiso con los doblegados, los abandonados, los abatidos, los incomprendidos y afectados de un sistema de justicia de condenas múltiples, más allá de las condenas pronunciadas y luego de las condenas sociales y condenas económicas que crearon su exclusión y construcción, que les hicieron lo que son, o peor, que no impidieron que lo fueran.
Miró al fondo del pasillo y vio a su mentor que hacía entrada al lugar con pasos lentos y la habitual expresión en su cara de clara consciencia, de tener siempre respuestas, las correctas, era el magistrado juez, ahora en retiro, Ramón Horacio González, que entraba asistido por una joven del protocolo, y se quebró, las emociones se le agolparon y le frenaron, por lo que antes de dar a conocer sus estadísticas tuvo que iniciar sus palabras narrando lo que ya narré aquí.