Por: Quique Antún
.- El hartazgo de una población no llega de repente. Se acumula como capas de cansancio, decepción y frustración ante promesas incumplidas, decisiones tardías y una aparente indiferencia de quienes deben responder. Es un fenómeno social que recuerda a otro muy visible en nuestras costas: el sargazo.
El sargazo arriba en oleadas masivas, se expande, invade y pronto convierte lo que antes era un paisaje limpio y acogedor en un escenario desagradable, donde el mal olor, la suciedad y la sensación de abandono predominan. Con el hartazgo ocurre lo mismo: primero aparece como un murmullo, después como una molestia constante y, al final, como un grito colectivo que no puede ignorarse.
Ambos procesos comparten un mismo resultado: saturación. El pueblo se siente atrapado en un ciclo en el que la vida cotidiana se ve obstaculizada, ya sea por la incapacidad de sus dirigentes o por la carga de un problema que parece nunca acabar.
En este paralelismo surge otro elemento: las personas que se exhiben como protagonistas, llenos de ego, que buscan reflectores y aparentan tener soluciones. Sin embargo, su aporte es mínimo o nulo. Funcionan como el mismo sargazo cuando se mece sobre el agua: se mueve mucho, genera ruido visual y parece abundante, pero en realidad no ofrece nada útil. Peor aún, entorpece, estanca y contamina.
El pueblo cansado ya no se conforma con gestos vacíos. Así como el turismo y la economía local no pueden sostenerse en una playa invadida de sargazo, la sociedad no puede avanzar con liderazgos que solo inflan su ego y desatienden los problemas reales. El hartazgo se transforma entonces en un llamado urgente: la exigencia de soluciones concretas, no de discursos huecos ni de espectáculos superficiales.
Lo que la población pide se asemeja a lo que la naturaleza requiere: limpieza, control, manejo responsable y visión de largo plazo. Las mareas del sargazo no se combaten con improvisación ni con simples anuncios; del mismo modo, la fatiga social no se resuelve con frases rimbombantes ni con actos de relumbrón.
La lección es clara. Tanto en las playas como en la vida política y social, lo que contamina debe ser retirado con firmeza. El exceso de ruido, la falta de sensibilidad y el ego desmedido son obstáculos tan dañinos como la acumulación del sargazo. Solo la acción seria, empática y comprometida devuelve la confianza y la esperanza.
El hartazgo no es solo molestia: es una advertencia. Si no se atiende a tiempo, se convierte en rechazo, en resistencia y en ruptura. Y, como el sargazo, puede crecer hasta ahogar cualquier intento de convivencia armónica si no se le enfrenta con responsabilidad y respeto.