Por: Elías Wessin Chávez
.- Hemos visto actores de Hollywood como Martin Sheen, Robert de Niro, Julianne Moore, Mark Ruffalo, Pedro Pascal, entre otros y otras,… que de repente saltan a la palestra política y la emprenden contra las políticas públicas anti woke y anti globalistas de @DonaldTrump, @POTUS, @WhiteHouse.
Esa sección de la farándula estadounidense (la más ruidosa, hipócrita y decadente) que se erige como voz moral del país, mientras encubre o guarda silencio ante los mayores crímenes éticos y sociales de nuestro tiempo. Es la parte purulenta de Hollywood: la que se calla ante la pedofilia en sus propios pasillos, la que mira hacia otro lado ante el tráfico de influencias y favores sexuales para escalar posiciones en la industria, la que aplaude la cultura de la muerte del aborto y promueve la fragmentación familiar como símbolo de “liberación”.
Esa élite farandulera, que predica tolerancia pero lincha a quien disiente, se ha convertido en una extensión del Partido Demócrata y del progresismo globalista. Desde sus alfombras rojas, sus discursos en los Óscar y sus plataformas digitales, lanzan campañas de odio político contra Donald Trump y todo lo que él representa: la soberanía nacional, la defensa de la familia, el patriotismo y el regreso al sentido común.
Desde hace décadas, Hollywood se transformó en un laboratorio ideológico que modela las mentes jóvenes y reescribe los valores tradicionales. La industria del entretenimiento dejó de entretener para adoctrinar. Cada película, cada serie, cada premiación es hoy un sermón progresista en el que se glorifica la ideología de género, se normaliza la promiscuidad, se caricaturiza la religión y se ridiculiza al hombre de familia.
El viejo sueño americano (fundado en el trabajo, la fe y la libertad individual) ha sido reemplazado por un “nuevo sueño” de hedonismo, nihilismo y control cultural. Quien no se arrodilla ante sus dogmas es etiquetado como retrógrado, intolerante o “fascista”.
Y en esa cruzada cultural, Trump es el enemigo perfecto. Representa todo lo que detestan: la independencia frente al poder globalista, la defensa del Estado-Nación, la protección de las fronteras, la denuncia del aborto como negocio y la promoción de una economía basada en el mérito, no en subsidios ideológicos.
La izquierda mediática y política en los Estados Unidos se ha desenmascarado. Ya no pretende ser democrática: pretende ser hegemónica. No busca el debate, sino la cancelación. No compite en ideas, impone narrativas. Su obsesión no es gobernar, sino controlar y lo hace a través de la cultura, la educación y los medios de comunicación.
La maquinaria del Partido Demócrata, auspiciada por grandes corporaciones tecnológicas y la industria del entretenimiento, ha desplegado una campaña sistemática para destruir a Trump y todo lo que él representa. No se trata solo de política: es una guerra espiritual y civilizatoria.
Porque si cae Trump, cae la idea misma de resistencia frente al globalismo.
Si cae Trump, se consolida la utopía progresista del “ciudadano del mundo”: sin identidad, sin raíces, sin patria, sin fe.
Paradójicamente, acusan a Trump de autoritario, cuando es precisamente él quien se ha ceñido al texto constitucional y ha defendido los límites del poder federal frente al intervencionismo burocrático.
Quienes lo persiguen, en cambio, utilizan al Estado y al aparato judicial como armas políticas. Quieren prohibirlo, silenciarlo.
Esa es la izquierda de hoy: la que censura en redes, la que criminaliza al adversario, la que destruye reputaciones con tal de preservar su dominio cultural.
Trump no es solo un político; es el símbolo de un movimiento que se resiste a morir. Detrás de su figura está la voz de millones de ciudadanos que se niegan a ser gobernados por las élites del espectáculo, por burócratas globalistas y magnates especuladores.
Los “No Kings” (que dicen rechazar a los reyes) desean, en realidad, un Estado todopoderoso que los sustituya. Su lucha no es por la libertad, sino contra la libertad.
Frente a ellos, Trump representa la posibilidad de un renacimiento moral y patriótico: el regreso al orden, la familia, la fe y el sentido común.
Y por eso lo odian. Porque les recuerda que el poder pertenece al pueblo, no a los actores, no a los magnates, no a los comisarios ideológicos.































