Por: Alfredo de los Santos Jorge
.- Tras la llegada de Cristóbal Colón a Quisqueya (o La Española) en 1492, la motivación central de la Corona española fue clara: riqueza, oro y poder imperial.
La isla se convirtió en la sede inicial de las conquistas y expediciones hacia el Nuevo Mundo. Muy pronto los españoles comprendieron que, a escasa distancia, se extendía un continente vasto y extraordinariamente rico en metales preciosos.
Ese hallazgo redefinió las prioridades. La Española dejó de ser el eje estratégico del Imperio, que pasó a concentrarse en la conquista de civilizaciones indígenas más desarrolladas y ricas,… aztecas, incas y mayas, donde el oro abundaba en proporciones impensables.
Mientras tanto, Francia e Inglaterra entraron en el reparto de islas y territorios americanos.
En 1777, España cedió la parte occidental de La Española a Francia. Esa porción de la isla, conocida como Saint-Domingue, se transformó rápidamente (gracias al monocultivo de la caña de azúcar) en la colonia más rica del continente americano. El éxito fue tal que se importaban cerca de 30,000 esclavos africanos por año, alcanzando unos 450,000 para 1789.
Paradójicamente, la parte española de la isla cayó en el abandono, la pobreza y la marginalidad.
Durante los siglos XVII y XVIII, La Española fue una colonia olvidada, sin inversión ni proyecto. En ese contexto de miseria emerge la figura de José Núñez de Cáceres, hombre ilustrado, rector de la Universidad Santo Tomás de Aquino, hacendado, escritor y auditor de guerra.
A finales de 1821, Núñez de Cáceres encabezó un movimiento que depuso al gobernador español y proclamó la independencia, enarbolando la bandera de la naciente Gran Colombia, con la intención de anexarse a ese proyecto continental liderado por Simón Bolívar.
Para ello envió como emisario a Antonio María Pineda a Venezuela.
La misión fue un fracaso absoluto. Bolívar rechazó la propuesta, y Pineda (incapaz incluso de comunicar la negativa) se radicó en Caracas y nunca regresó a Santo Domingo.
Ese revés selló el destino del efímero Estado independiente.
Sin respaldo externo ni fuerza interna suficiente, en febrero de 1822 Núñez de Cáceres se vio obligado a entregar las llaves de las murallas de Santo Domingo a Jean-Pierre Boyer, quien entró con 10,000 soldados, iniciando así la ocupación haitiana.
Nuestra historia, desde entonces, está marcada por lágrimas, pobreza, resistencia y también valentía.
Para 1844, Juan Pablo Duarte había sembrado la semilla de la libertad en el corazón de la juventud dominicana. Sin embargo, la República nació enferma.
Hombres como Pedro Santana y Tomás Bobadilla, profundamente distantes del ideario duartiano, fueron quienes marcaron el rumbo político inicial de la nación.
Duarte, tras sacrificarlo todo por la patria, terminó comprendiendo que el pueblo dominicano no compartía aún su visión. No encontró espacio en su propia tierra. Incluso sus compañeros más cercanos (Sánchez y Mella) en más de una ocasión apoyaron a Santana.
El patricio debió partir al exilio, dejando atrás a su amada Prudencia y el sueño inconcluso de una República edificada sobre principios.
No es casual que Joaquín Balaguer afirmara que Duarte fue “el único héroe”.
En este recorrido histórico, resulta difícil identificar un punto verdaderamente firme sobre el cual hayamos podido edificar con plena confianza nacional.
No obstante, incluso en medio de la adversidad, hay destellos trascendentes. En 1844 (según reportó el cónsul francés Saint-Denis a su gobierno el 1 de enero de 1846) la independencia dominicana estuvo acompañada de hechos que calificó como humanamente inexplicables, atribuyéndolos a la Providencia.
Para muchos, la libertad de la martirizada Española fue, literalmente, un acto de la mano de Dios.
La comparación con otros procesos resulta ilustrativa.
En 1876, Argentina intentó replicar el modelo estadounidense mediante la Ley de Inmigración y Colonización, ofreciendo pasajes, tierras y trabajo. Entre 1870 y 1929 recibió más de seis millones de inmigrantes, mayormente españoles e italianos. Sin embargo, la prosperidad no depende solo del origen de los pueblos.
El verdadero secreto del éxito de Estados Unidos no está en la procedencia de sus inmigrantes, sino en lo que traían en sus mentes: una cosmovisión cristiana, forjada por puritanos y reformados, que entendían la libertad, el trabajo, la ley y la responsabilidad como virtudes morales.
No es un detalle menor que en la toma de posesión del presidente Donald Trump, el 20 de enero de 2025, el nombre de Dios fuera mencionado 19 veces, y que cinco personas fueran invitadas a orar por la nación y su gobernante.
Tampoco lo es que exista un Día Nacional de Oración y un Día de Acción de Gracias institucionalizado en sus leyes.
Si verdaderamente aspiramos a que la República Dominicana alcance niveles de desarrollo comparables a Nueva York o cualquier nación del primer mundo, debemos comenzar por lo esencial, permitir que Dios vuelva a entrar en nuestras escuelas, universidades y, sobre todo, en nuestras mentes.
Los edificios, las avenidas y el asfalto no nos harán desarrollados. Todo comienza en la mente y en los valores. En Estados Unidos, muchos de los mejores hombres de las congregaciones también fueron políticos.
En la República Dominicana ocurre lo contrario, los mejores suelen rehuir la política.
La política, sin embargo, debe volver a ser una ciencia del bien común. Solo falta la decisión. Estoy convencido de que las personas existen. Falta la acción.































