Por: Valentín Medrano Peña
.- La escena era de absoluta tristeza. Antes de parar de manera forzada habíamos estado nadando en una zona retirada de los tumultos de bañistas.
Ya cansados y hambrientos decidimos pasar por las zonas yaniquequeras. Yo no tenía un centavo, vivía mi cotidianidad, pero tenía más hambre que vergüenza de mi realidad, por lo que me hice invitar sutilmente a comer unos yaniqueques, que no eran mas que una redonda fritura de una masa estirada de harina de trigo cocida en aceite rehusado que antes sirvió para freír pescados, por lo que se le impregnaba un sabor ganancial. Vacío, yaniqueque vacío, no había para más y yo apenas era un convidado.
Había frente a nosotros, que éramos cinco amigos del barrio en pantalones cortos, mojados, con una camisa medio seca en las manos y el estómago candente, un grupo de personas la mayoría de los cuales lloraba. Había un cuerpo tirado en la arena a unos veinte metros de las marinas aguas.
Me llamó la atención un hombre cuyos gritos ensordecían. Sus decibeles afectaban los tímpanos pero su notoria tristeza y congoja invitaban al llanto. Vestía unos pantalones cortos naranja y un suéter blanco con algunas rayas del mismo color de sus pantalones. Bajo sus pies descalzos la arena blanquecina y al lado de su pie izquierdo, sobre la arena, una gorra que hacía juego con sus shorts. Este era consolado por un hombre joven de unos veinte años y una mujer un tanto mayor que este.
Otros hombres también con lágrimas en los ojos se posaron alrededor del cadáver, unos hincados de una pierna y la otra doblada y otros de pies encorvados hacia el cuerpo inerte. Se había ahogado hacia unos minutos y salvo por las congojas, chillidos y griteríos del hombre de naranja, todo era un llanto colectivo leve.
Mis amigos se dejaron cautivar por los lloros del hombre de naranja. No conocían al difunto pero de alguna manera lo conectaron en sus recuerdos con pérdidas personales, y lloraron.
Para cuando se aplacaron todos menos el hombre a color naranja, quien no tuvo siquiera un segundo de bajada ni en el nivel de sonido ni en la intensidad de sus llantos, aún cuando su voz antes aguda empezaba a tornarse grave, lloraba, lloraba desconsoladamente.
Algunos le daban el pésame pero era respondido por los dos que le intentaban aplacar. Cada acto lo reencendía y su llanto era cada vez más triste, cada vez más doloroso.
Pregunté sobre el occiso a uno de quien se decía era familiar del muerto, quien con lágrimas en los ojos mantenía una postura tranquila. Estaba a los pies del cadáver. Me dijo era hermano del finado y se habían trasladado desde la lejana Villa Altagracia hasta las tranquilas playas del Este. El muerto sabía nadar pero entró al agua después de una gulosa ingesta de chicharrones, quizá esto, quizá un calambre, quizá solo le llegó la hora fijada por el destino. El hermano me señaló a los hijos del ahogado, eran los que socorrían al lloroso hombre de naranja.
Lo sorprendente para mi fue que el hombre a naranja no era familiar del fallecido. Como socorrista, intentó salvar la vida del muerto. Sacó el cuerpo del agua, le dio respiración boca a boca rodeado por los angustiosos familiares y no se perdonó jamás no poder salvar la vida de aquel desconocido. El sentimiento de culpa, de una culpa que no era propia, le hizo abandonar su altruista profesión y vivir por siempre entristecido, con sentimiento de angustia, de haber fracasado. En aquel momento olvidó que no era Dios, y para cuando lo aceptó aún no pudo resistir no haber podido ayudar a que los hijos del muerto no vivieran tan horrenda y marcadora experiencia.
A Telly Sabala (Kojak).