Por: Cándido Mercedes
“En los seres humanos, las prácticas culturales, las convenciones y las instituciones van cambiando a medida que las soluciones a los problemas sociales se vuelven más complejos. Esas prácticas pueden ser muy explicitas, como aprender a no lamer un cuchillo en la mesa, o más implícitas, como aprender las formas aceptables de abrazar y besar a su prole. Los seres humanos son extraordinariamente buenos aprendiendo, pero aún son mejores imitadores. A veces, sin darnos cuenta, copiamos gestos, estilos, tecnologías y simbolismo grupal”. (Patricia S. Churchland: El cerebro moral).
Cuando Aristóteles nos hablaba de un sentido común básico, o lo que es lo mismo un raciocino moral, es hoy lo que llamamos la renovación moral que no es si no, vislumbrar siempre el bien común. Esto es, los intereses corpóreos de la sociedad como un conjunto. Es la posibilidad construida de una especie de catarsis del deseo del bien. Es empujar para que el desdoblamiento y la simulación no encuentren el espacio del protocolo institucional, labrado y gravado en los hechos.
Somos una sociedad marcada por la tolerancia más feroz frente a las inconductas de cara al fraude social. Un cuerpo social matizado por la aceptación social de lo que debería ser controlado y regulado. Un tejido social tan amorfo que la impunidad nos cubrió tan extensamente e intensamente que validamos, en la praxis, la anormalidad con pasaporte de normalidad.
El tentáculo hegemónico de la dominación en el Estado acusa aquí a la publicidad y la propaganda como instrumento de persuasión, para igualarnos a todos y relativizarlo todo. En esta dinámica de la crisis de la autoridad nostálgica se da el peso recurrente del pasado. El pretérito se constituye, sin decirlo, en la vuelta constante al presente, aun cuando ese ayer no haya sido un fruto revestido del desafío del momento ni de la agenda en su tiempo.
La crisis de la autoridad nostálgica olvida sus acciones y decisiones, niega el avance de la tecnología que nos recrea al instante nuestro ayer. La crisis nostálgica impide ver la famosa frase de George Eliot “Para que vivir si no es para hacer el mundo menos difícil para los demás”. Forjan las críticas sin miramientos, sin tomar en cuenta lo que fueron e hicieron. Las honduras están ahí, empero, llegan a alienarse tanto que no sabemos si realmente perdieron la memoria. Cuando pontifican desde el atril más encantador, grafican el diseño de una tabula rasa. Un nihilismo desgarrado por una práctica salvaje.
La crisis nostálgica niega en esencia que la sociedad cambió. Regurgitan a su interior porque saben que el encanto y la imagen se esfumaron. No se instalan en la necesidad de cimentar una nueva sociedad a partir del eje medular de la transformación. Juegan al suma cero. Se regodean en el diluvio como pináculo para el encuentro con el poder. Constituyen con sus decisiones. Propician que las decisiones de interés público se sumerjan en el laberinto de la opacidad, en una constelación de zonas privadas a partir de la apropiación del Estado. Abdicaron a la democracia para en gran medida gestionar a su entero arbitrio.
La crisis de la autoridad nostálgica no mueve la necesidad de un nuevo contrato social. Hacen desde el Estado la mentira institucional. El oficio de mentir con el peso trepidante de la propaganda nos lleva a percibir varios países en un mismo territorio. “Tendremos en los próximos 20 años, un país, que nos olvidaremos de lo que teníamos”, diría Danilo Medina, en la Asamblea Nacional. Otro Ex Presidente dijo, en un paroxismo de sus emociones, desde un helicóptero, que vivíamos en un Nueva York chiquito. ¡Una observación tubular tan sesgada como el miope en la distancia: en Estados Unidos el promedio del ingreso per cápita es de 38,000 dólares, nosotros: 8,332 dólares!
La vida “circular” de la superficialidad social encuentra su drama en ese dejo de no reconocer los errores, las falencias, el cumplimiento de promesa y el desplome de nunca comparar los programas con las realizaciones. Esa tautología sin par y sin regreso, asoma cuando escrutamos la continuidad del Estado, lo que debería ser una agenda nacional y los procesos en cada época. Veamos:
Qué Policía Nacional hubiésemos tenido si el entonces joven presidente de 43 años para el 1996, hubiera encontrado en 0 a esa importante institución y al terminar el año 2000 la dejaba en 20/100.
Hipólito Mejía con la Ley 96-04 la hubiera reformado hasta llegar 40/100.
Volvió Leonel en 2004 y en 8 años hubiésemos llegado a 70/100.
Danilo Medina, en 8 años, arribaría al proceso de reforma y modernización, esta vez cobijado en el paraguas de la nueva Ley 596-16, situándola en el alcance de 85/100.
Luis Abinader, encontrando la transformación policial, canalizaría las nuevas energías acorde a la nueva realidad, las nuevas circunstancias, la nueva evolución y los avances en los derechos humanos y menos discriminación y desigualdad, martillando para llegar a 95/100.
El panorama es inmensamente pesaroso y ciclópeo. Una tarea descomunal para una institución tan importante, empero, en una descomposición cuasi terminal. Como nos dijera doña Miriam Germán Brito: “La reforma policial es un asunto difícil, porque tiene que vérsela contra una cultura institucional y la natural resistencia al cambio”. Jorge Subero Isa, uno de los hombres más preclaros del establishment, acotó que “La labor más difícil del gobierno es precisamente, la reforma policial”. El Ejecutivo reiteraría que “No importa el costo, asumiremos la reforma policial”.
La crisis de la autoridad nostálgica alcanza un nivel de pachotada cuando vemos dos “expertos en seguridad” reaccionar a las 13 medidas divulgadas por el Comisionado José Vila del Castillo, un día después de la socialización. Dijeron: Medidas para mejorar PN no tienen “ni pies ni cabeza”. Dos “genios y gurús: Rubén Maldonado e Iván Lorenzo. En medio de esta anomia social y debilidad institucional, y del profundo conservadurismo de la elite empresarial y parte significativa de la oligarquía partidaria, con su corolario de superficialidad creemos que, si bien se pueden hacer parches merced a la voluntad política, el golpe de timón derivará de grandes oleadas de movimientos sociales que se pueden incubar en el seno de la sociedad, acompasado del ritmo de la deuda social acumulada.
Los seres humanos en cada época tenemos desafíos. Solo los que los asumen como un propósito esencial a su existencia se colocan al alcance de la historia y con ello de la trascendencia, que es el espacio infinito que desborda la temporalidad del tiempo. Prudencia y equilibrio son vitales, empero, el miedo es de los cobardes, que solo ven y atinan a la coyuntura de la superficialidad en una crisis de autoridad nostálgica, que envuelve y recubre la migraña que le obstaculiza ver lo estructural, que es el grito de la transformación.
La sociedad dominicana está en la búsqueda de significado, desesperado en cada uno de nosotros, se contonea la frase de William Shakespeare “Tengo anhelos inmortales dentro de mí “